Jeremy Rifkin
El fin del trabajo
Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era
El evangelio del consumo de masas
El término «consumo» tiene raíces etimológicas tanto inglesas como francesas. En su forma original consumir significaba destruir, saquear, someter, acabar o terminar. Es una palabra forjada a partir de un concepto de violencia y, hasta el presente siglo, tenía tan sólo connotaciones negativas. A finales de los años 20 la palabra se empleaba para referirse a la peor de las epidemias del momento: la tuberculosis. En la actualidad, el americano medio consume el doble de lo que podía consumir a finales de la segunda guerra mundial.10 La metamorfosis del concepto de consumo desde el vicio hasta la virtud es uno de los fenómenos más importantes observados durante el transcurso del siglo XX.
El fenómeno del consumo de masas no se produjo de forma espontánea, ni fue tampoco la consecuencia inevitable de una insaciable naturaleza humana. Más bien al contrario. Los economistas de fin de siglo observaron que los trabajadores se conformaban con ganar lo justo para vivir y para permitirse algunos pequeños lujos básicos, y que preferían tener más tiempo de ocio en lugar de ingresos adicionales como consecuencia de una mayor cantidad de horas de trabajo. De acuerdo con los economistas de la época, como, por ejemplo, Stanley Trevor y John Bates Clark, a medida que los ingresos de las personas se incrementaban, su empleo era cada vez menor, provocando, por lo tanto, que cada uno de estos incrementos fuese menos deseable. El hecho de que los trabajadores prefiriesen cambiar horas adicionales de trabajo por horas adicionales de ocio se convirtió en una gran preocupación para los hombres de negocios cuyos inventarios de bienes de hacinaban rápidamente en sus plantas de fabricación y en sus almacenes por toda la nación.
Con un creciente número de trabajadores sustituidos a causa de las nuevas tecnologías, que permitían considerables ahorros de mano de obra, y con los niveles de producción en franco crecimiento, la comunidad empresarial empezó a buscar de forma desesperada nuevas maneras para reo rientar la psicología de aquellos que todavía disponían de capital llevándolos a lo que Edward Cowdrick, consultor en relaciones industriales de aquella época, definió como «el nuevo evangelio económico del consumo».11
La transformación del americano medio de una psicología basada en el ahorro a una basada en el consumo, se mostró tarea ardua y difícil. La ética protestante del trabajo, que había dominado el comportamiento del americano de frontera, estaba profundamente enraizada en el comportamiento general. La moderación y el sentido del ahorro eran piedras angulares en el estilo de vida americano, parte fundamental de la inicial tradición yankee que había servido como guía maestra para varias generaciones de americanos, así como elemento de anclaje y de arraigo para los inmigrantes recién llegados decididos a lograr un mejor nivel de vida para sus hijos. Para la mayoría de americanos, la virtud del autosacrificio continuaba imperando frente la trampa del placer inmediato del mercado de consumo. La comunidad empresarial americana se propuso cambiar radicalmente la psicología que había construido una nación —su objetivo era convertir a los trabajadores americanos desde la postura de inversores en el futuro, a la de consumidores en el presente.
Muy pronto, los líderes empresariales se dieron cuenta de que, para lograr que la gente «quisiese» cosas que nunca antes había deseado, debían crear la figura del «consumidor insatisfecho». Charles Kettering de General Motors fue uno de los primeros en pregonar el nuevo evangelio del consumo. GM ya había iniciado la introducción del cambio de modelo anual en sus automóviles, y lanzó una vigorosa campaña de publicidad diseñada para hacer que los propietarios se sintieran descontentos con el vehículo que ya poseían. «La clave para la prosperidad económica», dijo Kettering, «consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción.» El economista John Kenneth Galbraith lo resumió de forma mucho más sucinta años más tarde, al observar que la nueva misión de las empresas era, fundamentalmente, la de «crea las necesidades y esfuérzate por satisfacerlas».12
El gran énfasis sobre la producción que tanto había preocupado a los primeros economistas a principios de siglo, quedaba súbitamente unido a un nuevo interés en el consumo. En la década de 1920, un nuevo campo se abría, el de la «economía de consumo», ya que un creciente número de economistas centraban sus preocupaciones intelectuales en el consumidor. El marketing, que hasta entonces había jugado un papel secundario en el mundo de los negocios, tomaba un protagonismo inesperado en la nueva situación. La cultura del productor se transformaba de la noche a la mañana en la del consumidor.13
El nuevo interés en el marketing reflejaba una creciente consciencia, por parte de la comunidad empresarial, sobre la importancia fundamental del consumidor para el mantenimiento de la economía. El historiador Frederick Lewis Alien resumió esta nueva forma de pensar de la siguiente forma: «El mundo de los negocios, por fin, ha aprendido la importancia del consumidor final. A menos que se le convenza de comprar y comprar pródigamente toda la caravana de automóviles de seis cilindros, los aparatos superheterodinos, los cigarrillos, las barras de labios y los congeladores eléctricos, su mercado quedará bloqueado».14
Los publicistas no tardaron mucho en empezar a modificar sus planteamientos de lanzamiento de productos, pasaron de argumentos de utilización e información descriptiva a reclamos emotivos con diferenciación social y de estatus. El hombre y la mujer corrientes fueron invitados a emular a los ricos, a tomar porciones de riqueza y de prosperidad antes sólo reservadas a la aristocracia empresarial y a la élite social. La «moda» se convirtió en la palabra al uso cuando las empresas y las industrias intentaron identificar sus productos con lo «chic» y lo «último».
Economistas especializados en consumo, como Hazel Kyrk, empezaron a apuntar las ventajas comerciales existentes en la conversión de una nación de gente trabajadora en una de consumidores plenamente conscientes de su estatus. Tal como declaró, el crecimiento requería un nuevo nivel de compras de consumo. «Los lujos para los acomodados», argumentaba, «deben ser convertidos en necesidades para las clases más pobres.» La superproducción y el empleo tecnológico podían ser mitigados, e incluso eliminados, si tan sólo la clase trabajadora pudiese ser reeducada hacia el «consumo dinámico de bienes de lujo».15
La transformación del trabajador americano en alguien con plena conciencia consumidora era un cambio, cuanto menos, radical. La mayoría de los americanos seguían produciendo en casa su propios productos para auto-consumo. Los publicistas empleaban cualquier medio a su alcance y cualquier oportunidad posible para denigrar los productos «caseros», promocionando los «comprados en la tienda» y los «producidos en la fábrica». Los jóvenes eran objeto de atención especial. Los mensajes transmitidos estaban diseñados para que se avergonzasen del uso de productos caseros. El argumento fundamental era, cada vez más, el de lo moderno frente a lo pasado de moda. El temor por quedarse atrasados se mostró como elemento fundamental y como fuerza estimuladora básica para crear los deseos de compra. El historiador del trabajo Harry Braverman captó el espíritu comercial del momento al afirmar que «la fuente del estatus ya no es la capacidad para crear cosas sino la posibilidad de adquirirlas».16
Nuevos conceptos de marketing y de publicidad, que habían ganado terreno, poco a poco, durante varias décadas, despegaron de pronto en los años 20, reflejando la creciente determinación de la comunidad empresarial a vaciar los almacenes e incrementar el ritmo de consumo para adaptar el mercado a la cada vez más acelerada productividad. Las marcas,
hasta entonces elemento completamente extraño para el mercado, pasaron a ser algo absolutamente común en la economía americana. Después de la guerra de Secesión, la única marca que se podía ver con cierta asiduidad en las tiendas de ventas generales era el chocolate Baker. Hasta bien entrado el principio de siglo la mayoría de estas tiendas vendían artículos tan dispares como azúcar, vinagre, harina, clavos y agujas sin marca y a granel.
Los fabricantes estaban ansiosos de dinamizar la colocación de sus productos e impacientes por el lento ritmo de la venta directa de productos de marca por parte de los empleados de las tiendas minoristas y de los almacenes mayoristas. Muchos de los productos eran novedades, por lo que requerían cambios sustanciales en los estilos de vida y en los hábitos alimenticios de los consumidores. La autora Susan Strasser hace un recuento de los diversos problemas a los que tuvieron que hacer frente las diferentes empresas al intentar vender productos que no habían existido con anterioridad y al crear, para ello, necesidades que el mercado nunca antes había percibido: «La gente que antes nunca había comprado copos de avena recibía, de pronto, información sobre lo beneficioso que podía resultar para ellos; los que hasta entonces los habían consumido directamente a granel de la tienda de ultramarinos recibían información sobre las razones por las que deberían preferir Quaker Oats en caja. A la vez también aprendieron cómo los cereales para el desayuno comprados en caja se correspondían con los modernos estilos de vida de la ciudad, adaptándose a las verdaderas necesidades de las personas».17
Muchas empresas buscaban nuevas formas para reorientar sus productos en un intento continuado por incrementar sus ventas. Coca-Cola fue originariamente comercializada como remedio para curar las jaquecas. Posteriormente fue reemplazada como bebida popular. Asa Candler, que compró la patente sobre el proceso de fabricación de un farmacéutico de Atlanta, razonaba que «los que sufren de dolores de cabeza crónicos no suelen tener más de uno por semana. Hay muchas personas que no tienen más de uno al año. Sin embargo existía una única enfermedad, de amplio ámbito, que sufrían, prácticamente a diario, un gran número de personas... que durante seis u ocho meses al año podía ser tratada y aliviada, en menos de una hora. Esta enfermedad era la sed».18
En 1919,
Las empresas también experimentaron con un determinado número de proyectos de marketing directo para promocionar sus productos e incrementar sus ventas. A mediados de la década de los años 20, los premios y otros tipos de regalos se convirtieron en algo absolutamente común. Diferentes grandes fabricantes de productos para el hogar también confiaron profundamente en los cupones-regalo, iniciando extensivas y reiteradas campañas de publicidad en los periódicos de ámbito local.
Sin embargo, nada tuvo tanto éxito en la reorientación de los hábitos de compra de los asalariados americanos como el concepto de crédito a los consumidores. La compra a plazos se hizo algo extremadamente seductor, y para muchos se convirtió en algo más que una simple adicción. En menos de una década, una nación de trabajadores, los moderados americanos, se convirtieron a una cultura caracterizada por el hedonismo, en busca de cualquier forma posible de gratificación más o menos inmediata. En el momento del «crack del 29», el 60% de las radios, de los automóviles y de los muebles vendidos en los Estados Unidos fueron adquiridos bajo la forma de la venta a crédito.20
Muchos factores convergieron en los años 20 que ayudaron a crear una psicología de consumo de masas. Tal vez el cambio más significativo que se produjo en esta década fue la aparición del barrio residencial. En él aparecía un nuevo tipo de domicilio diseñado, en parte, para emular la aparentemente ociosa vida campestre de los ricos y famosos. El economista Walter Pitkin predijo que «el propietario de una vivienda residencial se convertirá en el consumidor ideal».21
En la década de los años 20, más de 7 millones de familias de la clase media emigraron hacia los barrios residenciales.22 Muchos vieron la transición desde la ciudad hacia el barrio residencial como un rito de paso, una declaración de haber llegado a la sociedad americana. La propiedad de una casa en estos barrios suponía un nuevo tipo de estatus —el reflejado en los rimbombantes nombres con connotaciones aristocráticas de calles y barrios: Country Club Lañe, Green Acre Estates. La casa residencial se convirtió en una representación del esplendor. El poder llevar el mismo tren de vida que los vecinos se convirtió en una preocupación, para muchos de los propietarios, casi una obsesión. Los publicistas fijaron su objetivo en los nuevos «aristócratas» determinados a llenar sus castillos con un conjunto interminable de nuevos productos y servicios.
En 1929, la psicología del consumo de masas se había asentado en América. Las tradicionales virtudes de la moderación yankee y del auto-sacrificio fronterizo estaban en vías de desaparición. Aquel año, el Com-mittee on Recent Economic Changes del presidente Herbert Hoover publicó un informe revelador sobre el cambio profundo en la psicología humana que había tenido lugar en menos de una década. El informe finalizaba con una brillante predicción sobre lo que podía ser el futuro de América:
El análisis ha demostrado ampliamente lo que se ha supuesto como cierto durante mucho tiempo, que las necesidades son insaciables; que la satisfacción de una de ellas implica la aparición de otras. La conclusión es que nos enfrentamos a un campo sin límites, que existen nuevas necesidades que no serán más que la iniciación de otras nuevas a medida que aquéllas se satisfagan. .. Mediante la publicidad y otros tipos de mecanismos de promoción... se ha creado un considerable volumen de producción... Parecería como si pudiésemos seguir en nuestro creciente ritmo de actividad... Nuestra situación es afortunada, nuestro momento extraordinario.23
Justo unos meses después,
El Hoover Committee, al igual que otros muchos de los líderes políticos y empresariales del momento, estaba tan ofuscado con la idea de que la oferta crea demanda que resultó incapaz de prever la dinámica negativa que estaba sesgando la economía y generando una depresión de alcance incalculable. Con la finalidad de poder compensar el creciente desempleo tecnológico creado por la introducción de nuevas tecnologías tendentes a reducir gastos de mano de obra, las empresas americanas enterraron millones de dólares en campañas de publicidad y de marketing, esperando poder llegar a convencer a la clase trabajadora todavía empleada de la conveniencia de embarcarse en una orgía de gasto. Desafortunadamente, los ingresos de los trabajadores asalariados no crecían suficientemente rápido como para poder absorber los incrementos en productividad y en productos terminados. La mayoría de los empresarios preferían ahorrar los beneficios extras realizados a partir de las ganancias en productividad en lugar de transferir estas cantidades a los trabajadores bajo la forma de incrementos salariales. Hay que reconocer que Henry Ford sugirió que los trabajadores fuesen pagados lo suficiente como para poder comprar los productos que las empresas producían. Si no, se preguntaba, «¿quién comprará mis vehículos?».2 Sus colegas empresariales decidieron ignorar esta recomendación.
La comunidad empresarial siguió convencida de que podía continuar cosechando ganancias no previstas, deprimir los niveles salariales y, sin embargo, hacer funcionar el mecanismo del consumo lo suficiente como para llegar a absorber la sobreproducción. Pero la fuente estaba secándose. Las nuevas campañas de publicidad y marketing estimularon una nueva psicología de consumo de masas. Sin embargo, con un insuficiente nivel de ingresos para comprar los nuevos productos que aparecían en el mercado, los trabajadores americanos continuaron comprando a crédito. Algunos críticos del momento advirtieron que «los productos son empeñados más rápidamente de lo que son producidos».25 Los avisos no fueron tenidos en consideración hasta que resultó ser demasiado tarde.
La comunidad empresarial no llegó a comprender que su gran éxito se debía fundamentalmente a la creciente crisis económica. Mediante la sustitución de trabajadores empleando tecnologías que ahorraban mano de obra, las empresas americanas incrementaban la productividad, pero a cambio de crear un mayor número de desempleados o de subempleados que perdían, de forma inmediata, su poder para seguir comprando sus productos. Incluso durante los años de la depresión, las ganancias en productividad continuaron produciendo sustituciones, mayor desempleo, y una posterior depresión de la economía. En un estudio del sector manufacturero publicado en 1938, Frederick Mills determinó que el 51% de la reducción en horas/hombre trabajadas estaba directamente relacionado con una disminución en la producción, mientras que un sorprendente 49 % estaba ligado a los incrementos en la productividad y a la reducción en la mano de obra.26 El sistema económico parecía atrapado en una terrible e irónica contradicción de la que, aparentemente, no existía forma de escapar. Atrapados por una depresión aún peor, muchas empresas siguieron recortando costes mediante la sustitución de hombres por máquinas, esperando disparar la productividad —con lo que tan sólo añadían leña al fuego.
En lo más profundo de la depresión, el economista británico John Maynard Keynes publicó su The General Theory ofUnemployment, Interest and Money, que iba a alterar profundamente la forma en que los gobiernos regulaban su política económica. En un premonitorio pasaje, advertía a sus lectores de un nuevo y peligroso fenómeno cuyo impacto en los años venideros iba a resultar posiblemente profundo: «Nos afecta una nueva enfermedad de la que algunos lectores puede que aún no hayan oído su nombre, pero de la que oirán hablar mucho en el futuro inmediato —se denomina "desempleo tecnológico". Esto significa desempleo debido al descubrimiento según el cual se economiza el uso de la mano de obra excediendo el ritmo al que podamos encontrar nuevos usos alternativos para toda esta mano de obra».27
En la década de los años 30, muchos economistas insignes empezaron a sugerir que los aumentos en eficiencia y los crecimientos en productividad, como consecuencia de las tecnologías tendentes a producir ahorros en mano de obra, estaban tan sólo exacerbando los aprietos económicos en los que ya se podían hallar los distintos sectores industriales del país. Los líderes sindicales y empresariales, los economistas y los funcionarios gubernamentales empezaron a buscar una salida, una posible solución a lo que muchos consideraban como la última contradicción del capitalismo. Las centrales sindicales se aliaron para conseguir una semana laboral más corta como forma equitativa para la solución de la crisis, argumentando que los trabajadores tenían el derecho a compartir las ganancias en productividad aportadas por las nuevas tecnologías. Mediante el empleo de un mayor número de personas durante menos horas, los líderes sindicales esperaban reducir el desempleo, estimular la capacidad de compra y reavivar, de este modo, la economía. Los miembros de las diferentes centrales sindicales se unieron a lo largo del país bajo pancartas que rezaban: «compartamos el trabajo».
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